viernes, 19 de junio de 2009

La noche del 31 de diciembre de 1689, un frío intensísimo tan propio de esta barranca, hería sin piedad a sus habitantes, pero en la lujosa residencia de Don Álvaro de Oñate, ubicada en la mina de Quebradilla, no sufrían los rigores del invierno, pues en todas las piezas había amplias chimeneas caldeadas por gruesos troncos de encino; sólo a través de los cristales de las ventanas se adivinaba el paisaje tristísimo envuelto en un bello velo de niebla iluminado por la luna. En la rica mansión era esperada con ansiedad la llegada del primogénito. Doña Juana de la Cruz, esposa de Don Álvaro, estaba a punto de ser madre y pedía a Dios con toda su fe de nueva creyente, le hiciera el milagro de que el vástago fuese varón y tuviera los ojos y el pelo negros; pues esto afirmaría la paz entre los naturales y españoles.

Un año hacía que Doña Juana dejara la religión de sus mayores para hacerse cristiana y casarse con Don Álvaro, y desde entonces el odio de los suyos la tenía atemorizada; porque sabía que estaba sentenciada a sufrir por los que más amaba: Don Álvaro y su hijo.

Tahualda, pues era su nombre! era de Biácol, señor de Chepinque, muerto cinco años antes, y los indios que la adoraban, la odiaron al ver la facilidad con que se había vuelto cristiana. Y al saber que iba a ser madre, se reunieron para dictar una horrible sentencia; Si era hombre y moreno lo reconocerían como su Señor y lo respetarían por llevar en sus venas la sangre de los caudillos Chichimecas; pero si era rubio poco importaba el sexo, se lo arrebatarían a sus padres para sacrificarlo en aras de Chalchihuitlicue, la Diosa de la Abundancia, para asegurar la prosperidad del año nuevo.

Cuando Tahualda supo la feroz sentencia, creyó morir de dolor y en vano imploró clemencia por medio de sus criados indios; en vano amenazó con la venganza de Don Álvaro, que sería implacable. A todas sus razones le contestaron que el destino decidiría.

Por esto Doña Juana sufría doblemente temerosa de los acontecimientos. Don Álvaro ignoraba estas intrigas, esperaba con dulce ansiedad la llegada de su heredero que completaría su dicha.

Los naturales de Chepinque también esperaban ansiosos la señal que desde la azotea de la mansión les haría uno de los servidores; si era moreno, ardería una tea por largo rato y si era rubio, al prenderse la tea sería arrojada al abismo. Entonces ellos armados con lo que pudieron salvar de la conquista, se lanzarían a la casa que les sería abierta sin resistencia por parte de los criados indígenas; llegarían hasta la cuna del recién nacido y se lo llevarían al adoratorio que tenían oculto en la sierra de Auca para ser sacrificado.

Si los españoles resistían, peor para ellos, porque estaban dispuestos a matarlos y huir a la sierra.

La angustia de la futura madre crecía a medida que se acercaba el momento final; la confortaba la esperanza de que Dios, compadecido de ella, le hiciera el milagro de que con tanta fe le pidiera la noche de navidad, cuando acompañada de su esposo y toda la servidumbre fue a .la misa de Gallo al Templo de la Concepción.

El milagro se hizo, al sonar la última campanada de las once en el salón principal, donde se hallaba Don Álvaro conversando con varios amigos, fueron a comunicarle la nueva, que acababa de nacer un hermoso niño.

El niño era moreno como su madre, con los ojos negros como el ébano, como los de sus abuelos y toda su raza.

Don Álvaro se precipitó a estrechar en sus brazos a su primogénito, que perpetuaba el nombre de uno de sus cuatro conquistadores y unía fuertemente a las dos razas.

La tea resinosa ardió en la azotea hasta consumirse; un grito unánime de júbilo estalló en el silencio de la noche, eran los nativos que obedientes a los recatos del destino aclamaban al niño que era la esperanza de sus hermanos oprimidos; las armas fueron encerradas nuevamente en el Oculto socavón’ de Quebrad de donde sólo saldrían cuando su nuevo señor las reclamara.

La alegría renació en el alma atormentada de Tahualda que: con lágrimas de gozo, daba gracias a Dios, por el beneficio recibido.

Y del cielo tachonado de estrellas, aún parecía escuchar el Himno Bendito de Navidad, que saludaba el año nuevo: Gloria a Dios en el Cielo y Paz en la Tierra a los Hombres de Buena Voluntad’.